No he referido totalmente cuando nací y creo necesario indicarlo, para lo dicho y por contar que ello puede ser razón para entender un poco aquellos momentos que nos tocó vivir: Enero de mil novecientos treinta y dos (ayer.... como quien dice).
Cuando empezaron en serio las bofetadas en “este pais” (que ahora se dice con cierto rubor vergonzante), tenía el rapaz cuatro añitos. Ya desde los tres asistía a la Milagrosa, donde Sor Mercedes y, más cerca de mi, Sor Merceditas, que me enseñó a leer con el Silabario, Catón y el Rayas “mi mamá me ama, amo a mi mamá”….....
Pongamos las cosas en orden.... Estaba en las cuatro esquinas, de los Juanes y una Juana. Cruce de calles. Por San José de Mayo tenía su entrada la casa de otro Juan, Alonso Botas, padre que fue de numerosa familia; trece hijos, según me aseguró su nieto Juanín Alonso, amigo entrañable que con mucha frecuencia nos encontramos y, añorando recuerdos, desmenuzamos la memoria en detalles prolongando las charlas. Insistimos y los nombres Melitón Amores, Pedro Martínez Juarez, Leopoldo Panero, José María Goy, “Isidro”, Luis Alonso Luengo, Juan Aponte, Moisés García Torres y otros muchos preclaros personajes de las mismas épocas y más contemporáneos; intercambiamos en sucedidos, ponderaciones y acontecimientos que de alguna manera impactaron en nuestra frágil y tierna existencia.
Sigamos con la casa donde también habitaron, por entonces, los Santamaría; creo que eran primos de Juanín, dos chicos, y dos chicas: Matilde, Juan, Olvido y Eduardo. Los bajos de la fachada que daba a Manuel Gullón albergaban una institución denominada Auxilio Social, donde señoritas astorganas con uniforme blanco, especie de mandilón, asistían a esos comedores a servir a los allí auxiliados. Recuerdo que una de ellas se llamaba Encarnita que en mi nińez me parecía muy guapa.
Entraremos en detalles de estas calles; pero aún me queda por referir la casa donde vine al mundo, donde habitaba mi abuelo
Juan Antonio Fuertes con familia casi comparable con
Juan Alonso, uno menos, doce, prole de doce hijos; seis varones y seis féminas, en ese órden de absoluta simetría. Sastre él, especializado en ropa talar donde las
sotanas,
manteos,
dulletas y otras prendas arropaban al clero diocesano. En los bajos de la casa se ubicaba la sastrería donde
Carmen, la oficiala, prestó sus servicios durante muchos años en compañía de mi tío
Jesús, que vino a ocupar el lugar de mi abuelo cuando éste perdió la vista.
El portal de la casa, grande y empedrado, con guijarros pequeños, formando volutas y figuras geométricas, no presentaba la modernidad de las dos casas anteriores, aunque tenía un atractivo rústico que para hoy lo quisiéramos.
Calle
Manuel Gullón, empedrada con cantos rodados, con simples dibujos inclinados al centro de la calle, facilitando la posibilidad de que las aguas pudieran discurrir. Pavimento que trasmitía el ruidoso traqueteo del carro de la basura (de Negro?) o de los de tracción vacuna acarreando los haces de
urces que pregonaban para su venta y que, con una
bilda, pinchaba en lo alto del carro el hombre, siempre acompañado por una mujer menuda con humilde vestimenta y pañuelo oscuro a la cabeza, que con su ahijada conducía las vacas arreándolas o detenía según lo deseado. Carros que posiblemente recorrieran bastantes leguas desde
Foncebadón o
Rabanal o
Manjarín o sabe Dios que lugares dejados de su mano.
Mi calle, que del número dos pasé al cuatro saltándome una pequeña relojería; luego venía el silletero y en el primero y último piso.... allí habitamos con mi madre y hermano pequeño, mientras nuestro padre andaba zurrándose la badana con diestro y siniestro (seguro que entre hermanos) por Teruel o el Segre..
En el número seis el señor Miguel, el zapatero; también de mucha parentela, aunque sólo recuerdo a uno de sus hijos que llamaban Pipo. ¡ Cómo me gustaba el olor de la pez y la suela mojada que luego era machacada con el martillo especial !. El seńor Miguel, sosteniendo un montón de puntas en sus labios; una a una las iba clavando en la suela rematando el trabajo; o la lezna atravesando el cuero que luego ocuparían los cabos encerados presionados con ambas manos, protegidas por una badana oscura…Allí sentado pasé muchas horas admirando su trabajo. ¡ Cómo me alegra recordarlo !
Subiendo hacia Correos, un edificio más moderno, con miradores espléndidos. Allí estaba la peluquería de Jacoba y también vivían en esa casa una señora de nombre Elena, familia probablemente de los Botas; me parece recordar que era asturiana y fumaba. Su cigarrillo era un complemento de distinción, tal era su estilo; y el entonces teniente de la Guardía Civil, Mielgo, que tenía tres hijas de las que recuerdo los nombres de Manolita y Merche. No recuerdo el nombre de la mayor. Creo que procedía del Puente Domingo Flórez.
Inmediato a este edificio la pastelería de Taquio, donde los huesos de santo, buñuelos de viento y las cajas redondas con serpientes de mazapán, reclamaban nuestras golosas miradas.
La acera de enfrente, al lado de Auxilio Social, estaba la imprenta de Domingo Sierra, que tenía dos hijos; uno se llamaba Domingo, como su padre y (creo) la hija tenía por nombre Olimpia (amiga de mi tía Manolita). En esta imprenta comprábamos plumillas de la corona y los frasquitos de tinta Pelikan Waterman o Sama, incluso el papel higičnico “El Elefante de 500 hojitas”. En el número cinco estaba instalada una hojalatería donde nos entusiasmaba ver cómo se estañaban las hojas de lata de regaderas, faroles y otros útiles de uso ordinario con la candileja calentando la “peña”, para con ella soldar; también con el olor característico del ácido que, sin duda, serviría de orientación al ciego Evencio, golpeando el suelo con su cacha para denunciar su presencia.... Evencio, ¡ qué persona tan amable ! Cuando hablabas con él, sus ojos entornados hacia el cielo como si sólo a Dios pudiera ver....
En la planta superior habitaba la familia de José Luis Martín Descalzo y en su interior un pequeńo jardín. Cuando entrabas allí, algún eucalipto te calaba lo más hondo de los pulmones con su fragancia. Recuerdo que un verano, por razón que nunca supe, José Luis me soltó una "chuleta" de campeonato. Puede que algún chaval llamara a su puerta y echara a correr, manía usual que yo pagué sin comerlo ni beberlo (el primero que encontró a mano como sospechoso). El caso es que yo visitaba aquella casa con frecuencia. Creo que en los bajos de esa casa, después de la hojalatería se instaló un Banco, Caja de Ahorros y Monte de Piedad de León o el Banco Urquijo.
Algo más arriba, la mueblería de Perandones; probablemente fuera el primer establecimiento que en Astorga instaló un anuncio luminoso, que se estrenó una Semana Santa.
Por Prieto de Castro, a la derecha, la confitería de la citada Carola, cuyos bollos de canela nunca imaginé que pudieran llamarse así: bollos, pues sus formas eran de galleta, muy rica, pero galleta.
Al final de la calle, casi entrando en la plaza , a mano derecha, la farmacia de Consuelo, donde daban viseras de color rojo con la propaganda de Ceregumil, aunque a los chavales, por pesados, no nos hacían mucho caso (se las daban a mayores que eran los que compraban las Juanolas, el Fósforo Ferrero o los litines del Dr. Gustín).
Entrando en la plaza y tomando la calle
Pío Gullón a la izquierda, teníamos la
carnicería de la familia
Cuellar,
La Modernista, con
Paco, algo mayor que yo, de la quinta de
Juanin “Botas”. La
mercería El Cielo,
Luis el de la
Droguería La Española,
Foto Bueno, más tarde
La Flor y Nata y
Casa Pizarro. Por allí vivían las familias
Nieto y
Mirantes, Luis el de la
droguería junto al
Callejón, en tiempos de
La Estudiantinacompuesta por
Cacharrón,
Gómez,
Abrahan Castrillo y otros muchos;
Luis Prada también estaría metido en estas danzas de
Los Macacos.
Pío Gullón en el cruce con Alonso Garrote.... en esa esquina estaba la quesería donde colgaban piezas de pulpo curado. De este cefalópodo se decía que el curado se duplicaba al cocerlo, el de media cura tal cual; pero el fresco se reducía a la mitad. Yo no sé como era el de La Peseta, La Matilde y otros lugares restauradores, pero era riquísimo. Claro que del pulpo se decía que era un alimento cuya digestión podía durar ocho días y que beber agua con él era muy peligroso. Habiendo vino “de la tierra” no había cuidado.
Al final de la calle estaba la zona de reclutamiento o Caja de Recluta y un Café enfrente, cuya denominación un tanto despectiva dejaremos en la reserva, donde los chicos de trece años ya alternábamos tomando “un manchao” y jugábamos al billar ruso. Terminaba la calle frente al Hotel Roma